el cuento de

LA MALDICIÓN DEL JARDÍN DE DON CONEJO

Gerardo Salvador Comino

Don Conejo servía el té, en su magnífico jardín, bajo la corona de cánticos de los mirlos. Aquella tarde tenía un invitado especial, su buen amigo don Castor.

  • Vaya si se te ha quedado bonito el jardín este año – Admiraba don Castor mientras se servía un trozo de pastel de manzana.

Y ciertamente así era. Las flores del jardín de Don Conejo eran las más hermosas de todo el vecindario. Y no era para menos. Dedicaba muchas horas al cuidado de su parcela, y estaba bien orgulloso de su resultado.

  • Y que dezizioso eztá ezto. – Dijo con la boca llena de pastel don Castor.
  • Está hecho con las manzanas de mi propio huerto – Respondió con orgullo don Conejo señalando sus imponentes manzanos.

Le gustaba tener invitados que lo admirasen, pero lo que más complacía a don Conejo, era salir al amanecer, y cuidar sus plantas disfrutando de la música de los pájaros que allí vivían.

 

Un buen día, don Zorro llegó a su puerta. Don Conejo no confiaba mucho en él, don Zorro era envidioso y sus palabras pocas veces devenían en algo bueno para nadie, así que le saludó con suspicacia.

  • ¡Pero qué maravilla de jardín tiene usted don Conejo! Nadie le discutiría que es un auténtico maestro de la floricultura – Susurró de forma embaucadora.
  • Muchas gracias don Zorro – contestó nervioso don Conejo.
  • La verdad es que es tan bonito, que es una pena que haya tanta hierba y plantas entre las flores. Si cortase usted esas hierbas, sus flores lucirían mucho más… ¡Ah, pero que tarde es! Si me disculpa, me marcho ya. Hasta la vista.

 

El pobre don Conejo se quedó toda la noche pensando en las palabras del zorro. Tal y como había observado, su jardín estaba lleno de plantas y hierbas que crecían entre sus flores, y era cierto que la altura de los herbajes ocultaba una buena parte del jardín.

Al día siguiente, se levantó con la determinación de arrancar toda la hierba, y con la energía que le caracterizaba, dejó el jardín libre de cualquier planta que no fuera una flor. Sus vecinos no tardaron en darse cuenta.

  • Qué bonito luce el jardín hoy don Conejo – le dijo doña Liebre –. Parece como si las flores reluciesen más que de costumbre.

Y este comentario se lo hizo también doña Urraca, don Oso, doña Culebra, y don Jabalí. Todos estaban encantados, y el más encantado de ellos era el propio don Conejo.

 

Pocos días después volvió a aparecer don Zorro.

  • ¡Qué maravilla de jardín! – Exclamó sonoramente para que don Conejo lo oyese desde el interior de la casa –. ¿Y digo yo? ¿No es una pena que con el sol tan resplandeciente y hermoso que hay esta mañana, la mitad del jardín esté sumido en la sombra? Si fuera mi jardín talaría esos árboles, y así tendría sol durante todo el año. Pero disculpe don Conejo que no me pueda quedar a charlar, llego tarde a mis quehaceres. Adiós.

Don Conejo volvió a quedarse pensativo con la idea. No se fiaba de don Zorro, pero era cierto que los árboles cada vez eran más grandes, y su jardín tenía poco sol.

 

Al día siguiente, le contó la idea a don Castor, y este le objetó.

  • ¡No hagas eso! Yo solo los corto cuando me hace falta madera para mi casa, pero esto de cortarlos para quitar la sombra, no me parece buena idea.

Aun así, don Conejo acabó persuadiendo a don Castor de que le ayudase, y al día siguiente, ya estaba todo el bosquecillo circundante talado.

Hasta ese día, los árboles impedían admirar el jardín a aquellos que estaban al otro lado de sus ramas, así que llegaron nuevos admiradores a elogiar las flores de don Conejo. Las más admiradas fueron las marmotas, que descendieron a propósito desde la alta montaña para pasearse por el jardín.

 

Don Conejo estaba feliz. Sin hierbas ni árboles que ocultasen sus flores, su parcela era la envidia de todos. Y esto pensaba cuando una abeja le picó.

  • ¡Ay! ¡Malditas abejas! – Gritó.

Y mientras lavaba su lastimada mano, una voz familiar emergió a sus espaldas.

  • ¿Y por qué deja usted que haya abejas en su jardín cuando son una molestia y un peligro para usted y sus invitados? – Susurró don Zorro.
  • No puedo ni acercarme al panal ¡Me comerían a picotazos!
  • ¿Dejaría usted que le ayudase? – Dijo con media sonrisa.

 

Don Conejo no se fiaba, pero habían ido tan bien los dos consejos anteriores, que decidió aceptar una tercera vez la ayuda de don Zorro.

Pocos minutos después, don Zorro apareció con una antorcha ardiente. Con pasos muy sigilosos, se acercó a una distancia prudencial del panal, y con un movimiento rápido, prendió fuego a todas las celdas, expulsando a las abejas de allí de forma terrible.

Don Conejo estaba tan agradecido, que quiso invitarle a cenar.

Pero don Zorro, pisoteando las cenizas de lo que otrora fue el panal, rechazó la invitación, y dijo riendo a carcajadas.

  • El pago ya está hecho buen amigo. Tengo que marcharme. Adiós.

Don Conejo no entendió esa risa, pero libre de abejas no tuvo miedo de tumbarse en su jardín y disfrutar de sus flores. Los elegios de sus vecinos siguieron llegando en los días venideros. Era sin duda el mejor jardín que se había visto nunca… Hasta que una maldición cayó sobre ese lugar.

 

Las queridas flores de don Conejo empezaron a marchitarse, las hojas perdieron su vivacidad, los tallos se secaron, y los colores se desvanecieron.

Don Conejo se afanó por detener aquella maldición, pero por más esfuerzos que puso, le fue imposible recuperar sus flores. Todo quedó en cuestión de días reducido a una desolación.

Los pájaros, que animaban antes con música su casa, dejaron de venir. Ya no había cantos en las mañanas. Y sus vecinos, los que tanto le habían felicitado, dejaron de tener interés en visitar su jardín.

Ese año ni siquiera los manzanos le dieron fruto, y no pudo hacer su pastel favorito.

 

Pero en los momentos de más desesperación es cuando ocurren los milagros. Una mañana en la que Don Conejo lloraba desconsoladamente, una lágrima fue a caer en el agujero donde Don Sapo descansaba, despertándole de su letargo.

Don Sapo, saliendo de su agujero, dijo.

  • ¿Pero qué le pasa a usted don Conejo?

Don Conejo le relató, entre sollozos, la historia de como una maldición había caído sobre su jardín. Y don Sapo, que era muy viejo y sabio, escuchó hasta el final sin decir nada. Cuando toda la historia don Conejo le hubo narrado, sonrió mostrando su larga lengua y dijo.

  • Amigo Conejo, le voy a dar tres sencillos consejos para hacer desaparecer esta horrible maldición.
  • Haré lo que usted diga con tal de recuperar mi jardín – Añadió don Conejo.

Y don Sapo empezó a relatar.

  • Primero de todo, deje usted de cortar la hierba y plantas que crecen entre las flores. En segundo lugar, plante árboles en el sitio que ocupaban antes esos antiguos robles y castaños. Por último, construya una buena casa para las abejas con los troncos de los árboles cortados.

Don Conejo no entendió nada, pero siguió los consejos durante días, semanas, meses… Y poco a poco se fue haciendo el milagro. Las flores brotaron, los pájaros regresaron…

Don Sapo apareció un día con una abeja reina, que instaló cuidadosamente en la casa que le habían construido. Y unos cuantos meses después, las manzanas volvieron a brotar, y sus vecinos reaparecieron para admirar el jardín.

 

Don Conejo le preguntó intrigado a don Sapo.

  • ¿Cómo sabía usted anular la maldición?

Don Sapo le explicó.

  • Ninguna maldición en absoluto amigo Conejo. Al cortar las hierbas, los insectos que comían los pájaros, dejaron de venir, y los pájaros se tuvieron que marchar a otro lugar para alimentarse.

Don Conejo asentía con la boca abierta.

  • Al cortar los árboles quitó usted la sombra protectora en los meses de verano, y el sol quemó las flores.

Don Conejo abría los ojos como platos.

  • Al expulsar a las abejas, las manzanas no pudieron desarrollarse, porque no se polinizaron las flores.

 

Ahora entendió que no se trataba de una maldición, sino que él mismo había propiciado el declive de su jardín.

En agradecimiento, invitó a don Sapo a té y pastel de manzana. Pero no hubieron ni pegado el primer bocado, cuando una voz familiar apareció.

  • ¡Qué bonito jardín tiene usted! ¡Y que buen aspecto tiene ese pastel de manzana! – Dijo don Zorro relamiéndose.

 

Pero don Sapo, que ya se conocía las artimañas del zorro le dijo.

  • Si pastel de manzana quieres comer, mejor será que eches a correr.

Y diciendo esto, dio un pequeño golpe al panal, y al instante cientos de abejas volaron hacia don Zorro, que corrió y corrió de allí espantado, y nunca más don Conejo fue molestado.

Fin

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