el cuento de

El chico que no sabía escuchar

Gerardo Salvador Comino

Muy lejos de aquí. En un pueblo del que ya nadie se acuerda, vivía Wilfredo. Tenía el pelo siempre enmarañado, trabajaba como aprendiz del panadero, y lo que más le gustaba era hablar sobre sí mismo.

  • Como sigas sin prestarme atención, te vas a quedar sin trabajo – Le repetía el panadero.

Pero Wilfredo no le hacía caso, básicamente, porque nunca escuchaba.

 

Un buen día, se encontró a una vecina que le contó desconsolada como los ratones se comían cada semana la comida de su despensa, dejando a su familia sin apenas nada para echarse a la boca.

Cualquier otro en su lugar se habría compadecido de su desgracia. Le habría preguntado si tenía suficiente para pasar el día, o si alguno de sus hijos tenía hambre.

Pero Wilfredo asintió con la cabeza, y acabó contándole una historia sobre un gato al que enseñó a cazar muchos años atrás, y se despidió sin prestar más atención.

 

Otro día que iba a por agua al pozo, se sorprendió de ver un hombre a punto de caer por el agujero, ya que solo sus piernas sobresalían por el brocal.

Haciendo un enorme esfuerzo para sacar la cabeza de allí, el posadero salió del pozo, y le contó que, de un estornudo, había echado las llaves de su casa al fondo del pozo, y ahora no podía abrir la puerta.

Wilfredo no estaba interesado. Pero no perdió tan buena ocasión para exponer la importancia de llevar las llaves amarradas al cinturón. Y antes de seguir andando, le mostró las suyas bien atadas con una cuerda.

 

No mucho más tarde, encontró a uno de los más viejos de entre los viejos del pueblo, llorando, sentado en una piedra. Le contó entre sollozos que la única cabra que le quedaba había muerto, y ahora ya no podía beber leche ni hacer queso.

Wilfredo no le dejó ni acabar.

  • Me alegro de que le vaya todo bien señor. – Dijo como si fuese sordo –. Y se marchó de allí.

 

Así eran sus días. Alguien le contaba algo, y él no se enteraba de nada. Simplemente, porque no escuchaba.

 

Pero las cosas más asombrosas suceden en los lugares más inesperados, y una tarde de lluvia de ese mismo invierno, apareció en el pueblo una mujer muy huesuda y pequeña, cubierta en harapos, y con olor a leña quemada.

Nadie sabía quién era ni de donde había venido. Pero tras deambular por las calles, acabó acercándose al horno de pan a mendigar un poco de alimento.

Ese día el destino hizo que Wilfredo se encontrara solo en el obrador, así que fue él quien la recibió.

  • Vengo de muy lejos. He andado por el bosque descalza, tenido por colchón la dura roca de la montaña, y por protección una cascada de agua helada. No tengo apenas fuerzas ¿No tendrías un poco de pan duro para una cansada caminante?

Y Wilfredo contestó con orgullo y altanería.

  • Yo también atravesé una vez el bosque y fui el primero de este pueblo en hacerlo sin perderme.

La vieja insistió.

  • Wilfredo, te voy a dar otra oportunidad. Escucha lo que te digo ¿No tendrías un poco de pan duro para una cansada caminante?

Wilfredo volvió a irse por las ramas.

  • El pan es duro porque no se sabe conservar. Yo uso un remedio con cebolla para poder mantener el pan esponjoso y sin moho …

La mujer dio un paso hacia adelante y pareció que un rayo cruzaba el oscuro cielo.

  • ¡Wilfredo! Solo te lo voy a repetir una vez más, y si no me escuchas sin lengua te quedarás.
  • Vieja pelleja. ¿Quién te has creído que eres tú para decirme (…)?

La mujer no le dejó acabar la frase.

  • Tú mismo te has maldito. ¡Que la lengua te sea arrebatada con esta fuerte patada!

Y tras dar un buen puntapié a uno de los grandes sacos de harina, dio media vuelta, desapareció, y ningún aldeano la volvió a ver nunca más.

 

Wilfredo cerró la puerta y siguió amasando hasta que llegó el panadero.

  • Hola Wilfredo – Saludó.

Pero nadie le contestó.

  • ¿Chico estás ahí? – Repitió.

Silencio absoluto.

 

El panadero pensó que su aprendiz se habría marchado ya. Pero cuando entró en el obrador, ahí estaba Wilfredo abriendo la boca como un pez intentado respirar fuera del agua, aunque sin articular ni una sola palabra.

¡Ay, ay! ¡Pobre Wilfredo! Se había mofado de esa mujer, y como consecuencia se había quedado sin lengua. No podía hablar por más que abriese la boca. Pataleó, gimió, saltó y corrió. Pero nada hizo que recuperase la voz.

Visitó a curanderos, chamanes, médicos, y charlatanes. Pero ninguno de ellos consiguió devolverle el habla.

  • Debe ser una maldición – Decían algunos.
  • Se lo tiene bien merecido por no escuchar – Decían otros.

Los aldeanos dejaron de hablarle.

Wilfredo se fue quedando cada vez más solo. Y desesperado, tomó la determinación de encontrar a esa vieja.

Así que, al alba de un día de invierno, sin dejar una sola nota, se pertrechó con agua y comida para varios días, y salió de casa en dirección al bosque.

 

No mucho tiempo después de haberse adentrado entre los árboles, un sonido de aleteo le hizo detener la marcha. En un viejo roble se posaba un búho de gran tamaño que se lamentaba.

  • ¡Ay! Sin ratones me he quedado, por haberme el ala lastimado.

Y vio Wilfredo que tenía un ala rota que no podía mover bien.

Wilfredo le quiso decir que él se había roto una pierna una vez, pero como no pudo hablar, continuó su marcha.

 

Cuando tras mucho caminar atravesó el bosque por completo, decidió sentarse en una roca, y de una pequeña grieta, apareció una lagartija verdosa.

  • ¡Ay! Que mi cola me han arrancado, de un fuerte bocado.

Y vio que efectivamente la lagartija había perdido su cola, y sangraba aún por un extremo.

Iba a contarle algo sobre una herida que se hizo unas semanas antes, pero volvió a callar porque no podía hablar.

 

Cuando mucho tiempo después, se encontró en las montañas, escuchó un quejido, y al momento le salió una cabra que tenía un cuerno roto.

  • ¡Ay! Por pelearme ahora me duele la cornamenta, y esto hace que me arrepienta.

Wilfredo iba a decirle que él ganaba siempre en cualquier pelea, pero no pudo articular palabra.

 

Caminó y caminó. Pasó calor, frío, miedo y sed. Y cuando llegó a un río a beber, allí la vio. Sentada al pie de una cascada, estaba la vieja a la que buscaba.

Corrió hacia ella con los brazos en alto.

  • ¡Ayuda! ¡Ayuda por favor! – Quería decir.

Pero solo podía mover su boca, y ningún sonido emergía de ella.

Cuando ya casi la había alcanzado, tropezó, y cayó quedando postrado en tierra. Tendido en el suelo, la mujer le señaló extendiendo su mano.

  • Hasta que no sepas escuchar, el mal no podrás curar. – Y en un suspiro, la mujer desapareció como si nunca hubiese estado allí.

 

Wilfredo la buscó durante tres días completos, y al amanecer del cuarto decidió volver al pueblo, pues no tenía ya nada que comer.

A su regreso encontró la cabra. Wilfredo ató con una cuerda el cuerno torcido, y le hizo señas de que le acompañase al pueblo. La cabra le siguió.

 

Poco más adelante encontró a la lagartija. No tenía medios para curarla, pero extendiendo su mano le hizo señas de que se metiese en el bolsillo de su chaqueta para protegerla, y esta aceptó.

 

Cuando no estaba seguro de si habría tomado la dirección correcta, escuchó al búho. Sabía cómo curar esa ala, así que Wilfredo le extendió su brazo para que se apoyara en él, y el búho se marchó con ellos también.

 

Al llegar al pueblo se ocupó de sus tres compañeros de viaje.

Primero curó el ala al búho, y lo llevó cuidadosamente hasta la casa de su vecina.

Con gestos, le indicó a la vecina que dejase al búho en la despensa y esperase. En cuestión de minutos, todos los ratones que robaban habían sido cazados por el búho, y su vecina no volvió a preocuparse nunca más por los roedores ladrones.

 

Después se ocupó de sanar la cola de la lagartija. El pozo era de piedra, así que pensó que era un buen lugar para ella. Con señas, Wilfredo le explicó que una llave se encontraba en el fondo, y la lagartija reptó hasta encontrarla trayéndola de vuelta a la superficie. El posadero no podía estar más feliz.

 

Casi en el río, encontró al viejo cabrero. La cabra seguía teniendo el cuerno roto, pero cuando el viejo la vio, enseguida sacó herramientas, y cortó y curó el cuerno fracturado. La cabra se quedó allí en agradecimiento, y el anciano pudo tener nuevamente leche para hacer su queso.

 

Cuando Wilfredo llegó por fin a su casa, encontró en la puerta a la vieja, con el mismo olor a leña quemada, y sucios harapos. Su mano se extendía hacía él, y le dijo.

  • ¿No tendrías un poco de pan duro para una cansada caminante?

Wilfredo tomó el trozo que tenía para almorzar, y se lo regaló.

En ese momento, sintió que un grito salía de su garganta, y gritó y gritó, pero era un grito de júbilo, pues había recuperado por fin su voz.

 

Y si tú tampoco sabes escuchar, tu propio mal no podrás curar.

Fin

 

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